El poder, cuentan los que lo palparon en carne propia, es, despojado de las pompas y las reverencias de los lamebotas de ocasión, un nicho. Un lugar solitario, frío, áspero, impersonal, que no reconoce perdón, que no negocia, que es implacable con quien no lo ejerce en tiempo y forma. Claro, el poder convoca, es un imán para el que lo ostenta, y esa corriente de voluntades suele confundir a propios y extraños. Pero en el momento de la verdad, donde hay que blandirlo, es un oficio unipersonal, intransferible, que no acepta compañías ni muletos.
Juan Román Riquelme nunca pidió permiso para conducir con mano de hierro a Boca. En los papeles fue el mandamás desde que desde que llegó en la fórmula con Jorge Amor Ameal, desde una vicepresidencia que nunca fue tal. Olfateó las mieles desde que, en plena campaña electoral de 2019, negoció sin contemplaciones con los tres sectores en pugna, incluido el macrismo de Daniel Angelici que hoy tanto combate, hasta que a Ameal le sacó lo que las otras dos listas no estuvieron dispuestas a darle: el manejo del fútbol.
Amor, por ingenuidad u oportunismo, entregó el corazón de la gestión con tal de ganar las elecciones, pero tarde se dio cuenta de que Román se había quedado con todo, para dejarle apenas una oficina vacía de contenido y un sello de goma que el frustrado presidente ejerció sin brillo y con total intrascendencia, situación todavía recuerda no sin rencores.
Montado en el aura de su idolatría que presumía inexpugnable, Riquelme apeló a la memoria emotiva de socios e hinchas para manejar a Boca a su antojo. En estos cinco años y medio (los últimos 18 meses como presidente oficial), Román hizo del club una monarquía, con él como único y último órgano de decisión. A su alrededor, el Consejo de Fútbol, una corte de correveidiles, serviciales para cumplir sus demandas a cambio sólo de pertenecer al círculo áurico del Diez, pero muy útiles para comerse los sapos que toda gestión demanda: asumir el costo de los errores y otorgarle el mérito de los éxitos al Rey. Mientras los triunfos equilibraron los evidentes desmanejos de gestión (seis títulos en los primeros tres años, ninguno en los últimos dos y medio), el esquema de poder funcionó.
Debajo de la alfombra fueron a parar transferencias difíciles de sostener, técnicos sin trayectoria que pasaron con pena ni gloria, un año sin sponsor en la camiseta, los conflictos constantes con jugadores (consagrados o no), la presentación tardía de la lista de buena fe en Conmebol que impidió que el club utilizara los refuerzos en la Libertadores, entre otros escándalos.
No es que la gestión de Riquelme no tuviera virtudes, pero conforme fueron pasando los meses la situación general se fue deteriorando. Aún ganando con el 65,3% de los votos, y arrasando a un macrismo residual que fue vencido a la elección, la erosión evidente del proceso político se empezó a reflejar primero en el andar del equipo, después en el cada vez más frecuente cambio de entrenadores, más acá en el humor de la gente, hasta que la crisis estalló en el seno mismo del riquelmismo.
Este 2025 fue fatal en ese sentido, los papelones deportivos (Alianza Lima, la salida de Gago, Independiente, la controversial llegada de Russo, Auckland City, la racha más larga sin partidos ganados en la historia) precipitaron la necesidad de hacer un cambio. Y así, Riquelme voló parte del Consejo de Fútbol, su brazo armado. Era algo necesario, que tenía que hacer, el asunto es qué hay detrás de eso, y cómo queda el presidente para conducir los destinos del club en los dos años y medio que le quedan para cumplir su mandato.
Triste, solitario. Hasta el momento, Román operó su crisis política por la mitad. Se deshizo del Consejo porque ya no le era funcional, el asunto es que no puso nada en su lugar. Y los lugares se ocupan, porque sino no hay muros de contención. Riquelme, de hecho, les dio salida a Raúl Cascini (una figura que era muy resistida en el Mundo Boca) y Chicho Serna, pero se quedó con Marcelo Delgado (como el resto, más parte del problema que de la solución) y con la presencia entre las sombras de su hermano Cristian, por quien Juan Román pagó más costos políticos que por el resto del cesanteado Consejo.
¿Alcanza para descomprimir? Cerca del Diez dicen que sí, pero la realidad puede marcar todo lo contrario. La lógica -de manual- en estos casos indica que Román debió poner algo/alguien en lugar del dúo despedido. Un manager, un director deportivo, una tía. Alguien nuevo que refresque el ambiente, que presente un proyecto, una dirección, un plan. Todo lo que hoy falta.
Más solo que nunca, Riquelme enfrenta un partido clave frente a Racing. La incertidumbre, hoy, es total. En caso de una nueva derrota, o de un gris empate que estire aún más la racha de la vergüenza, no habrá ya quién se haga cargo del muerto.
Hoy, no se sabe quién manejará el fútbol. Menos qué pasará con el entrenador, con un Russo jaqueado por los resultados, víctima también de este tren fantasma que se convirtió el club. En circunstancias normales, Miguelo nunca hubiera sido nombrado técnico de Boca. En circunstancias normales, muchas cosas de las que pasan hoy no pasarían..
El peor escenario es el actual: Román solo, sin escudo protector, confiando, otra vez, en su aura frente a la multitud, que dicho sea de paso ya lo puteó sin nombrarlo. Si se quema un fusible hay que reemplazarlo por otro, de otra manera la próxima vez que salten los tapones ya sabemos quién se va a quemar.